Ahí estaba, como todos los días, en ese punto de encuentro donde la vida se teje en el ir y venir de pasos casados o quizás presurosos de quienes a pesar de sus diferencias llevan grabados en sí mismos un propósito determinado. Algunos bañados de prisa, otros vestidos con una profunda calma, pero todos rodeados de miradas que despiertan como la mía en medio de un rayo de sol que lucha para abrirse camino entre la niebla de la mañana.
Mientras percibo como ya es costumbre el aumento de mi respiración al subir cada escalón, veo como en éste lugar el amanecer se torna de varios colores y se dibuja en los semblantes de aquellos que se topan con mi figura, transformándose en el gesto que palidece o en la sonrisa que con temor ante un nuevo día florece. Así caminan, sobre esa plataforma que oculta su cara bajo las huellas de miles que dirigen sus cuerpos a la derecha o al izquierda presos como yo de sus pensamientos, con rostros altivos colmados de superioridad, otros viejos gastados por el paso de la edad, ávidos e impetuosos mimetizados por la confianza que proviene del triunfo o el sabor a felicidad. Agobiados, con una veta de tristeza en sus ojos o sumisos, aferrados a una mano que dirige su caminar. De esta manera, nuestras espaldas se enfrentan una vez más y cada uno se da de cara con lo que para él será su realidad.
Desciendo con más afán, mientras vislumbro la estación a la cual llegar, saboreando peldaño tras peldaño el sabor de la puntualidad y noto como ésta sensación se contrasta con la de aquellos que apenas inician su caminar. No sé quiénes son o si se percatan que mi mirada acompaña su andar, ignoro también de dónde provendrán, solo sé que coincidimos en este lugar donde la existencia se nos muestra en un nuevo despertar.
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